La “sección femenina” de los eventos sobre nuestra literatura suele reificar los roles y tratos tradicionalmente percibidos como femeninos. Es una forma sutil y amable de otorgar a las mujeres que escriben el estatus de ciudadanas de segunda categoría en la república de las letras.

All female panel: paridad y representación en tres actos

Por Valeria Román Marroquín

En 2017, hace no más de cuatro años, Librerías Crisol organizó en Lima la mesa “La literatura y su contexto actual”, un panel conformado por cinco hombres con un lugar en la esfera pública y bien ilustrados, quienes se ocuparían de la actualidad literaria. Observemos: cinco panelistas masculinos convocados ¿no hay nada que puedan decir las mujeres sobre el proceso de la literatura contemporánea? ¿son las mujeres parte de este proceso? Si lo son, ¿es admisible que no participen en estos espacios de construcción y disputa?

El evento no llegó a concretarse. Los ponentes desertaron uno a uno y la librería ofreció disculpas públicamente por la ausencia de mujeres en mesa. Hay omisiones que resultan escandalosas, y lo son más en eventos de este tipo, que están lejos de ser intercambios neutrales e inocentes y tienen en cambio una función específica al momento de posicionar narrativas sobre la continuidad de tradiciones locales, la constitución de cánones y “generaciones”, la validación de circuitos editoriales y tendencias en esta industria.

Las preguntas que surgieron entonces son algunas de las que frecuentemente formulan escritoras, críticas, gestoras culturales y lectoras como cuestionamiento a la mala costumbre del “All Male Panel”, bien instituida no solo en los circuitos literarios del país sino en otros terrenos como el de la producción de conocimientos o la política. La incidencia de mesas, coloquios y conversatorios masculinos, además de la soberbia de sus defensores, no ha desaparecido: podríamos mencionar algunos episodios más, como la mesa de inauguración de la Feria Internacional del Libro del 2019, o el caso de la Bienal Mario Vargas Llosa celebrada ese mismo año. Pero mi intención no es tanto por señalar las recurrentes prácticas del Club de Toby. Más bien, el interés está en la reacción de las omitidas y las ausentes -mujeres que escriben en pleno siglo XXI-. Esto es, en la articulación de un reclamo colectivo por paridad y reconocimiento.

Se trata de un reclamo que se hace abiertamente a nuestros colegas escritores, críticos, gestores y a las instituciones en las que participan. Y aunque no se trata de un reclamo nuevo, la actitud vigilante en relación a cómo se configura el diálogo en la escena pública y a quiénes incluye, sí ha representado un cambio -si es recibido de buena o mala gana, es otra cuestión- que considero importante en materia de equidad y justicia de género. En ese sentido, revisaré la polémica suscitada a propósito de “Festival del Cuento Corto Peruano”, organizado por la Academia Peruana de la Lengua (APL), y las salidas ensayadas por la APL para responder las críticas recibidas, con el objetivo de cuestionar el contenido de las demandas por paridad y reconocimiento que constantemente hacemos escritoras, críticas y gestoras en los espacios dedicados a la literatura.

(No) sin nosotras

Hacia la última semana de octubre del 2020, la APL anunció en sus redes sociales la celebración del “Festival del Cuento Corto Peruano”. Las publicaciones sobre este primer evento se eliminaron, pero el registro realizado por escritoras y colectivos feministas queda para ilustrar la magnitud del asunto: cinco fechas con diez invitados, de diez invitados, diez hombres. La organización de un evento dedicado a la producción nacional de un subgénero prescinde de la presencia de mujeres, sean escritoras o académicas. Nuevamente, hay que observar las ausencias y sus condiciones de posibilidad.

La omisión hecha por una institución como la APL, reproduce en la esfera pública ciertas ideas en relación al estatus de la llamada literatura escrita por mujeres y su producción reciente: se asume que esta producción no existe, o en el peor de los casos, es prescindible y desechable. Esta última idea sólo es posible de articular si asumimos como cierta la ilusión patriarcal de la “universalidad”, la cual posiciona a la producción “masculina” fuera del género o ausente de marca de género. Así, esta ausencia opera como un criterio de “calidad” o excelencia literaria, mientras que la literatura que presenta la marca de género en su constitución estética o temática, e incluso en la construcción de la figura autoral, termina por ser marginada. Forzosamente, es el lugar hacia el que es desplazada la literatura escrita por mujeres, cuando se le examina bajo esa clase de estándares. Volveremos sobre esto más adelante.

Por otro lado, un evento como el “Festival del Cuento Corto Peruano” no solo es un espacio para explorar el panorama de autores contemporáneos. La propia programación ha incluido ponentes que cumplen la función de expositores de la historia o de las genealogías del cuento como género literario. Como ya habíamos establecido, en mesas y paneles se disputa la validación de cánones y autores. En ese sentido, la ausencia de mujeres en mesa adopta nuevas dimensiones al trasladarse a la omisión de autoras que preceden a la producción contemporánea, muchas veces revaloradas por voces de la academia comprometidas con la revisión crítica de la historización de los procesos de la literatura y, claro, con la reescritura de las tradiciones locales. La posibilidad de estos ejercicios necesarios queda cancelada, mientras que los nombres y las genealogías de las mujeres que escriben continúan empolvándose en los anaqueles de la literatura rosa.

Hasta aquí, los puntos establecidos sobre los alcances de esta omisión explican el malestar de quienes intervinieron en la polémica, criticando a la APL como institución e interpelando a los ponentes por la pasividad con la que aceptaron participar en un evento de “puro calzoncillo”. Esto último es importante, pues exige que el compromiso con las demandas de paridad en estos espacios sea sostenido por los sujetos masculinos, a través de la ruptura de los pactos que permite el establecimiento de estas jerarquías, silencios y omisiones. En otras palabras, abandonar los pequeños gestos y la retórica condescendiente para aterrizar sobre las responsabilidades de quienes poseen algún rol en estos mecanismos y emplazarlos a posicionarse activamente. Hacerse cargo.

Asuntos de faldas

“@kadaui @AcademiaPeruL Soy uno de los integrantes de la mesa, y me da mucha pena que se critique de manera tan superficial. La @AcademiaPeruL organiza eventos gratuitos frecuentemente, en los cuales participan mujeres y hombres. Opinen con fundamento y revisen su página en Facebook”.

Este es un tweet de Rubén Barcelli en respuesta a los de la escritora Katya Adaui, a propósito de las críticas a la APL y a los invitados del festival.

Al parecer, que se hagan cargo es pedir demasiado a quienes se sienten afectados por el señalamiento de la comodidad que les provee el privilegio masculino de ser sujetos aptos y visibles para tomar palabra en la esfera pública. También parece que el mandar “a revisar el Facebook” es una nueva forma de mandar “a la cocina” a las feministas quejosas y sus demandas histéricas, irracionales y sin fundamento. Respuestas de este tipo son claro ejemplo de la constante negativa a reconocer que existen condiciones desiguales para las mujeres, y que uno puede participar de forma complaciente en los mecanismos excluyentes que aseguran su continuidad. No se es machista únicamente porque se piensa abiertamente que las mujeres son seres inferiores. También hay un machismo más “sofisticado”, sensible e ilustrado, que subyace en el comentario de Barcelli, el del escritor que se pregunta ¿pero qué más quieren?

El 2 de noviembre, la APL publicó un nuevo anuncio del programa del Festival, con una modificación: la adición de una mesa con la participación exclusiva de tres escritoras. Suponemos que este agregado es producto de los cuestionamientos ya mencionados: esta es la forma en la que la institución estaría haciendo efectiva la demanda por reconocimiento. Esto es una suposición. Sin un pronunciamiento de por medio, no hay seguridad sobre si se comprende lo que implica una omisión de ese tipo. No hubo explicaciones sobre por qué, en principio, se prescindió de la presencia de mujeres; por qué, si la APL ha organizado eventos sobre literatura escrita por mujeres y ha contado con la presencia de académicas y escritoras, ahora era distinto. Sin autocrítica, el guardar silencio sólo afirma una política desinteresada en reparar o revertir los efectos de la desigualdad y el machismo en estos espacios.

Si el primer acto fue una omisión escandalosa, el segundo es una adición que hasta cierto punto resulta insatisfactoria. Lejos de examinar la participación de las autoras invitadas a la mesa agregada, o indagar las razones de su participación, apunto a cuestionar el razonamiento que opera para atender un pedido de paridad. Así, me parece válido para nuestros propósitos traer a escena la pregunta machista : ¿qué más queremos? Si ya tenemos nuestros espacios (de mujeres), nuestras publicaciones (de mujeres), nuestros congresos y especialistas (de mujeres) ¿cuál es el problema? Este ejercicio en clave retórica arroja luces sobre una premisa que se suele asumir con respecto al reclamo por la visibilización de la producción literaria hecha por mujeres, que termina por comprenderse como la posibilidad de representación limitada a la pertenencia de un gueto marcado por la condición de ser mujeres. En otras palabras, las mujeres solo pueden hablar y escribir sobre cosas de mujeres.

¿Qué significa esto? ¿estamos refiriéndonos a una serie de narrativas capaces de problematizar y complejizar la experiencia del género o de “lo femenino”? En lo absoluto. Más bien, esta reclusión a la “sección femenina” suele reificar los roles y tratos tradicionalmente percibidos como femeninos. Este seccionamiento, más sutil y amable, es otra forma de otorgarnos el estatus de escritoras de segunda categoría.

Ahora, esto no quiere decir que un enfoque andrógino o un acercamiento “ciego al género” sea lo adecuado en estas circunstancias. Hay un campo valioso e interesante en el terreno de los estudios literarios con respecto al género y los procesos a través de los que se constituyen las escrituras y sus sujetos. El punto aquí no es desconocer la marca de los procesos sociales que aparecen en la escritura para privilegiar o aspirar a un universalismo que se sostiene de silencios y ausencias. Todo lo contrario.

La etiqueta de “literatura escrita por mujeres” nos resulta útil, pues a diferencia de la llamada “literatura femenina” no sugiere una unidad estética o temática a través de un sujeto femenino estable que precede al texto. La articulación de esta etiqueta, además, es posible sólo a partir del reconocimiento de una omisión que traspasa cuestiones de “calidad” literaria y se ubica en jerarquías de carácter histórico. Es decir, si hacemos hincapié en nuestra diferencia, es porque esta diferencia termina por ser opresiva, excluyente y arbitraria. Es más una declaración política que una categoría analítica, en cierto sentido. Bastaría con mencionar que la revisión de genealogías de autoras revaloradas en las últimas décadas nos muestra la documentación e historización del desprecio, exclusión y condescendencia machista de los circuitos literarios -incluyendo a escritores, críticos, académicos e instituciones- que anteceden a nuestro tiempo.

A lo que voy con todo esto es que las demandas por reconocimiento no pueden resolverse a través de otra extendida y mala práctica entre organizadores de eventos, aterrorizados de la policía feminista de la paridad: meter a última hora a alguna mujer como cuota de género. Cuando limitamos el alcance de la paridad como demanda de justicia al terreno de la representación numérica, nos encontramos reproduciendo el estatus desechable o conveniente de las mujeres y su producción. Algo así como incorporar una tutela patriarcal que condiciona la capacidad y autonomía de las mujeres en el espacio público: cuándo y en qué términos es provechoso permitir que las mujeres se muestren y tomen la palabra. Mientras tanto, las premisas machistas y las estructuras de segregación quedan intactas. Un compromiso con estas demandas exige, como punto de partida, reconocer y explicitar los efectos de estas omisiones -que no se limitan al género- en la configuración de los debates e intercambios públicos. Nos obliga a mirar con ojo crítico -o con gafas moradas- los supuestos que asumimos para considerar relevante la participación y posicionamiento de ciertos sujetos. A partir de esto, es posible pensar en políticas sinceras para enfrentar con voluntad las prácticas de exclusión sistemática, no solo en el terreno de mesas y coloquios, y no solo con respecto a las mujeres que escriben.

Mujeres que escriben

El Festival del Cuento Corto Peruano se celebró tal y como estaba programado. Un día después de su última fecha, en las redes de la APL se anunció una segunda edición del festival para el mes de diciembre. Cuatro jornadas, doce invitadas. Todas mujeres. Ciertamente, este tercer acto resulta agridulce como el cierre de una polémica interrumpida por otras urgencias nacionales. Esta edición podría ser un síntoma positivo en relación a las demandas que hemos mencionado a lo largo del texto -una rectificación tácita sobre la primera omisión-. Podríamos suponer tanto que este es un efecto de la protesta feminista, como que esta edición fue pensada mucho antes de las críticas en redes (entonces, ¿por qué agregar a último momento una fecha al Festival de octubre?). Como decíamos, sin una exposición clara de razones, lo que quedan son suposiciones y lecturas parciales del asunto.

Si vemos en retrospectiva este episodio en tres actos, las preguntas que quedan en el aire están dirigidas directamente a las mujeres que frecuentamos estos espacios. Estamos lejos de asistir a la extinción total de los “All Male Panel” y los dinosaurios que coexisten en ellos. La distancia que queda recorrer nos advierte de la vigencia de nuestras demandas. Hay que reparar sobre el contenido que las instituciones le otorgan a los espacios y mecanismos con los que se pretenden hacer efectivas. Es decir, importa cómo somos incluidas, qué clase de discursos y narrativas son utilizados para justificar nuestra posición como interlocutoras. No deberíamos abandonar la actitud de sospecha y vigilancia sobre estos detalles, que terminan por marcar la diferencia entre una cuota para salir “bien parado” de una ola de críticas y un efecto de la tendencia al cambio cualitativo.

Con mayor urgencia aún, también es necesario remarcar el carácter colectivo de estas demandas frente a la promoción individual de la producción literaria, a la que las dinámicas de los mercados culturales nos empujan en algunas circunstancias. Esta es otra forma de negarnos a ser condicionadas para acceder a la esfera pública a partir de nuestra utilidad, simpatía o conveniencia. Finalmente, las mujeres en estos espacios no somos sujetos pasivos en espera de la benevolencia de las autoridades literarias. Si es posible que las escritoras nos pronunciemos de forma crítica sobre estas omisiones y ausencias, es porque cargamos con una tradición de mujeres que lo hicieron en su momento. Personalmente, asumo esta tradición como una deuda. En ese sentido, importan las condiciones que aceptamos y las narrativas o genealogías que decidimos sostener en los espacios a los que accedemos. Y por qué no, también importa emplazar a colegas, colegos y colegues a posicionarse al respecto.

Una costumbre difícil de desaprender es la del imperativo de la sonrisa que recae sobre las mujeres desde nuestros primeros años de aprendizaje para ser arrojadas a la convivencia patriarcal. “Sonríe más, que te ves más guapa” es algo que una escucha en la calle como un “piropo” inocente y bien intencionado. Sin embargo, también es un dispositivo para apagar incendios y calmar las aguas partidas. Pedirle a una mujer que sonría, en los códigos de la socialización misógina, es pedirle que se calle. Y es difícil no ceder ante el contentamiento, sobre todo porque la sospecha crítica es una carga agotadora. Pero a estas alturas, la sensación de que “todo está resuelto” debería inquietarnos. Lo cierto es que hay asuntos que quedan pendientes dentro (y fuera) del mundillo literario. Los festivales pasan. Las omisiones, las ausencias y los silencios cómplices, aun así, permanecen. Habría que seguir haciendo ruido. Si no es ahora, cuándo.