Si el feminismo plantea una nueva forma de vivir en el mundo, también tiene que imaginar nuevas formas de hacer justicia. Una tarea del feminismo, tan necesaria como señalar la raíz de las violencias y combatir sus manifestaciones, es remontar el poder punitivo que puede terminar debilitando sus propuestas transformadoras.

De víctimas y verdugos. La cultura de la cancelación

Por Violeta Barrientos Silva

La lucha de las mujeres contra la violencia de la que son objeto no es simple. La violencia fue naturalizada por siglos y aún defendida desde las normas y los sistemas de justicia y sus criterios sexistas. Una impunidad fundada en lo patriarcal permitió que la violencia se reprodujera contra nosotras, que por mucho tiempo no fuimos sujetas de derecho.

El aporte de las mujeres ha sido sacar a la violencia del ámbito de lo privado y de la naturalización, movilizando a la sociedad en ello y logrando un cuestionamiento sobre la tolerancia social a la violencia. Desde el siglo pasado, la denuncia pública causó un profundo impacto social. Los medios audiovisuales contribuyeron a ello. En 1997, Ana Orantes fue quemada viva por su marido días después de narrar su historia de cuarenta años de castigo en un programa de TV española. Su muerte desencadenó entonces una reforma legal y judicial sobre la violencia contra la mujer en España.

En este siglo, las denuncias públicas en redes han hecho que el Estado se movilice endureciendo las sanciones de cárcel y tipificando nuevos delitos, lo que a su vez le ha ganado a la denuncia significativo respaldo popular. Sin embargo, en esta dinámica existen efectos colaterales para los propios feminismos. En noviembre pasado, diversos colectivos locales fueron sacudidos tras la noticia del suicidio de una activista sexodiversa, ante las acusaciones de agresión a su pareja que la “cancelaban” de cualquier interacción con su entorno de compañeras. La cancelación simbólica de la “agresora” tenía alcances aterradoramente reales. Los hechos hicieron que en ese momento, la cultura de cancelación, se discutiera como un peligro para el propio movimiento.

Rita Segato, ha expresado su rechazo a la cancelación en estos términos:

“*…la “cancelación” del acusado es una estrategia muy afín al sistema que se pretende desmontar. Reproduce pautas autoritarias patriarcales y de cuño inquisitorial al efectuar expurgos sumarios de individuos y actuar con el presupuesto de que la solución consiste en ‘limpiar’ la sociedad, eliminando su existencia.  Ese equívoco lleva a que algunas mujeres que se dicen feministas lleguen a patrullar los espacios del movimiento social, pidiendo que todos se ‘posicionen’ frente a reclamos de violencia no siempre descriptos con precisión y pidan la exclusión de quienes identifican como sus perpetradores, sin el requisito de precisar los hechos ni derecho a réplica.*”

Y es que, por ejemplo al hacer pública una denuncia por las redes, un tipo de castigo llega de inmediato con la exposición y adjetivación del agresor. Ante la inoperancia de la institucionalidad de justicia, crece la fe en el mecanismo de la denuncia y castigo inmediato como instrumento de primera línea. El Estado también ha respondido al movimiento de denuncias, sumando más años a la cárcel y tipificando nuevos delitos. Afortunadamente, también ha habido iniciativas estatales, así como peticiones desde los movimientos, orientadas hacia la prevención de la violencia, en una suerte de rediseño social no solo de los roles de género, sino también de los espacios públicos y privados, y de la acción comunitaria.

Y es que si el feminismo plantea una nueva forma de vivir en el mundo, también tiene que imaginar nuevas formas de hacer justicia. Hacer justicia no es procurar venganza sino reparar daños en el tejido social. Esa reparación no se consigue mediante la cancelación a los infractores, con la depuración del espacio social de indeseables, creando con ello una marginalidad que nunca más tendrá cabida en la comunidad.

A las mujeres nos tiene que interesar la justicia social, no los actos de punición que nos llevan a callejones sin salida en una sociedad donde todos seguiremos conviviendo. El enfrentamiento en el Perú, de dos autoritarismos de izquierda y de derecha en los años ochenta nos ha dejado una herida que no llega a sanar por la clausura que se produce al no poder resolver un conflicto, pues se exige como salida “la eliminación de quien se considera el agresor o agresora”. Oímos a las familias pedir “perpetua” o pena de muerte para los agresores. Esta demanda extrema a resultas del dolor, ¿calma su dolor? ¿Resuelve, las libera del conflicto que las envuelve?

Habría que llevar la reflexión también hacia el estatus de ser víctima. Ser víctima en la era en que las denuncias son viralizadas y se tiene el poder de “cancelar” al agresor/a en la sociedad, en que se puede ser escuchada y aliviada con un “yo te creo” solidario, obliga a responder con ética. El poder de la víctima es que es incontestable pues ha sufrido y en razón a ello reclama justicia. Esto daría una idea de inmunidad de quien se considera sujeto al que le han ocurrido cosas, y en tal medida, no sujeto actuante sino pasivo. Pero en realidad, “la víctima” no pierde agencia, no tenemos que arrogarnos el derecho de hablar “en su nombre”, y menos aún hacernos de un poder en nombre de las víctimas.

Es indudable que todas las mujeres, sin excepción, hemos sufrido algún tipo de violencia de género a lo largo de nuestras vidas: acoso callejero, abuso sexual, abandono familiar, violencia física o psicológica, trabajo infantil dedicado al hogar, etc. A esto se suman otras violencias interseccionales como el racismo, la pobreza, la lesbo/transfobia, entre otras. Sin embargo, el hecho de que la violencia de género nos haga víctimas, no quiere decir que la definición de “ser mujer” es la de “ser víctima”. Más bien, ante las violencias recibidas se es sobreviviente y resistente. No se trata entonces de quién es más víctima, ni de una competencia que nos quiebre internamente como movimiento en base al mérito de quien ha sufrido más violencias de género o interseccionales. Nos interesa que habiendo sufrido o no dichas violencias, quienes nos identificamos como feministas, seamos capaces de señalarlas y trabajar por la eliminación de sus causas. Queda entonces como tarea del feminismo remontar el poder punitivo que puede terminar debilitando sus propuestas transformadoras.