"Un muro propio", como instalación callejera, pretende imprimir en el espacio público una serie de retóricas sobre la vivencia del género. Una primera impresión podría llevarnos a pensar que apropiarse de los muros para darle paso a la poesía hecha por mujeres es un gesto progresista y disruptivo. Pero nunca hay que quedarse en la primera impresión.
Este muro es mío. Notas sobre "Un muro propio: 36 poetas peruanas"
Antes de tomar alegremente las calles para ser sujetas de autonomía, habría que voltear la mirada hacia los martirios del espacio privado: contra el sentido común, volver dos pasos atrás del camino recorrido nunca está de más para dar un paso adelante con respecto a la conquista del preciado espacio público. Así, pensar la morada oculta como aquello que produce la maquinaria pesada de los pactos sociales, que engrasa sus bisagras, tuercas y engranajes, es una idea potente. Otra idea igual de potente es comprender que los tranquilos quehaceres de esta esfera permanecen tácitos de forma deliberada: alguien más se ocupa de girar esas tuercas y lavar esos platos. Quién es y por qué lo hace, son preguntas que nos obligan a explicitar lo que convenientemente permanece oculto. Si no, qué otra cosa podrían ser las genealogías de los sujetos feminizados, racializados, explotados y precarizados. No es una afirmación apresurada establecer que son una serie de historias marcadas por omisiones deliberadas, borraduras y censura. Y no por nada, el lugar donde se fermenta la potencialidad feminista para gestar luchas y poner en marcha futuros posibles, termina siendo aquel que exige explicitación y contexto. Claro, por contexto no me refiero a una reseña histórica o un recuento de los reales hechos de la realidad; más bien, pienso en otorgar un sentido a las ausencias, hacer visibles las costuras, señalar los márgenes. Por ejemplo, tenemos la poderosa idea de la "habitación propia" como un requisito para la creación. Esta formulación hace explícitos sus márgenes como un proceso, ya no sostenido por las luces del genio artístico y su capacidad de inspiración, sino por la posibilidad de la autonomía económica y el tiempo libre. El ocio, así, es la extracción del trabajo de otro: en este caso, de las mujeres. Esta imposibilidad del ocio, de la autonomía económica y el nombre propio, no es otra cosa que ocupar la condición del subordinado. En ese sentido, no es una celebración de las odiseas mujeriles para crear; es un señalamiento de aquellos obstáculos sistemáticos y condiciones precarias a las que estamos sujetas para, siquiera, acceder al mundo del arte.
"Una habitación propia"
Quiero tomar como punto de partida esta idea de "habitación propia" para comentar "Un muro propio: 36 poetas peruanas", inaugurada recientemente, a propósito de las celebraciones alrededor del 8 de marzo. Ubicada en los muros del Hospital Larco Herrera, el proyecto tiene como curadora a Soledad Cunliffe y está a cargo de la Fundación BIK (Believe In Kindness), además de contar con el apoyo de instituciones como la Municipalidad distrital de Magdalena y el Ministerio de Salud. La muestra expone los textos de 36 poetas peruanas en láminas de vinilo a lo largo de las paredes del Larco Herrera que dan a la Avenida del Ejército. En palabras de la gestora cultural, Sonia Cunliffe, la muestra busca "enseñar la bondad a través de la literatura. La intención es empoderar a niñas, niñas que a futuro van a ser las mujeres que sostengan nuestro país", además de "juntarlas a todas [las poetas] porque también queríamos mostrar, como en una línea de tiempo, cuál es el latir y sentir de la mujer peruana".
Si la exposición lleva a pensar en cuestiones tales como el "sentir de la mujer peruana" y qué significa "juntarlas a todas", lo hace justamente a partir de las ausencias que evidencia en tanto proyecto cultural. En un principio, tuve la idea de tomar una distancia crítica sobre este proyecto y las premisas tras su ejecución, ubicación y organización. Sin embargo, me parece importante hablar desde el lugar de una de las 36 autoras incluidas en esta "antología callejera", como se le ha nombrado en diversas notas de prensa. Voy a reclamar mi derecho de hablar en primera persona, desde mi habitación propia, sobre un muro que, me dicen, también me pertenece.
Ahora que estamos juntas...
Una fecha como el 8 de marzo nos permite mirar en retrospectiva los alcances de las demandas por autonomía, libertad y justicia: es una oportunidad para hacer un balance entre reacciones y gestos de colectivos ajenos y propios al gran espectro fermnista. Esta vez, me detendré a observar cómo funciona el mundillo literario y sus márgenes frente a las demandas de las mujeres involucradas en este campo. Me interesan los gestos y los espacios en donde se pretende hacer efectiva esa "inclusión": no tanto como un reconocimiento a la calidad literaria más allá de las determinaciones de la "marca del género", sino como una forma de saldar esta enorme deuda con las mujeres creadoras al ser objeto de omisiones de dimensiones históricas.
Es aquí donde entra en escena la demanda por visibilidad: pertenecer al espacio público, en contrapunto con nuestras tradiciones y genealogías. Es decir, Ia exigencia por visibilidad implica un movimiento doble, donde la reconstrucción y los rescates históricos son fundamentales. Que nos lean y nos publiquen, si, pero en contexto Esto no significa que de lleno deberíamos establecer una narrativa lineal sobre la literatura escrita por mujeres -tampoco creo que llegue a existir algo así sin incurrir en omisiones importantes-; sin embargo, no está de más armamos con cierta coherencia al momento de mapear estas escrituras y otorgarles alguna clase de valoración. Esto también nos permite evitar las formas regresivas o estereotipadas de asumir la literatura escrita por mujeres como un género en sí mismo, y por tanto, homogénea en su expresión estética y sus tropos temáticos. Si el rótulo de "literatura escrita por mujeres" es útil, es porque insiste en una condición previa al momento de producción literaria: ser mujer. Si llamo la atención sobre esa condición, no es porque crea que es un valor en sí mismo o tenga una fuerte y obligatoria determinación sobre la escritura; más bien, habría que problematizar su contenido al momento de dirigirnos hacia cuestiones como las retóricas discursivas sobre el género que se despliegan en el espacio público.
En este caso, "Un muro propio", como instalación callejera, pretende imprimir una serie de retóricas sobre la vivencia del género -entre otras cosas- en el espacio público -una avenida que presenta un flujo considerable de tránsito en nuestra ciudad-. En las notas de prensa donde se recogen las declaraciones de la gestora cultural se hace explícito que es "una línea de tiempo" -en referencia a la presencia generacional- del "latir y sentir de la mujer peruana-. Una primera apreciación podría decirnos que apropiarse de los muros para darle paso a la poesía hecha por mujeres es un gesto progresista y disruptivo. Sin embargo, uno de los aspectos más problemáticos de la muestra se encuentra en el guión que le da forma. Desde mi punto de vista, este guión -este contexto- no existe. O si existe, subsiste de forma débil, casi como ocurre con cualquier intento corporativo de asimilar las potencias colectivas del feminismo, para efectos e intereses que terminan siendo muy distintos a aquellas potencias -podríamos referirnos a la inserción masiva de las mujeres a los regímenes del trabajo capitalista, o la movilización de las demandas feministas por autonomía y emancipación para realizarse a través de la capacidad adquisitiva y la posición en el mercado, pero ese es otro asunto-.
Esta ausencia de contexto es aún más notoria cuando nos acercamos a "Un muro propio" como un proyecto cultural que demanda una lectura colectiva, pues al mismo tiempo no resiste al pensarla colectivamente. Esto es así porque ante las preguntas que podrían establecerse al encuentro de los poemas en las paredes del Larco Herrera (¿qué clase de diálogo entablan estas escrituras? ¿por qué están ahí esos poemas? ¿qué nos están diciendo?), sólo hay una respuesta posible desde la propuesta de la curaduría: ninguna. Nada. Claro, es posible apelar a la intervención del espectador/lector/transeúnte para darle un sentido a la muestra en su lectura personal, e incluso considero que es deseable una interacción o apropiación de ese tipo, no por nada está -literalmente- en el espacio público. Insisto entonces que el asunto no pasa por si la selección de autoras pueda ser algo así como "incorrecta" o "errada". Es más, diría que es una selección esperable, pues la plancha de autoras está conformada casi en su totalidad por poetas que reconocemos como canónicas, poseen trayectorias extraordinarias o se encuentran muy bien posicionadas en los espacios locales literarios.
El problema, entonces, es que la muestra se sostiene a través de una selección que abstrae violentamente una serie de fragmentos y versos mutilados sin proponer o generar un sentido o un contexto. Los criterios para mostrar las escrituras de cada autora parecen arbitrarios: mientras en algunos muros encontramos un poema completo, en otros encontramos fragmentos de un solo poema, o de varios poemas sin ninguna distinción entre sí. El espectador no sabe si lo que encuentra es lo uno o lo otro, a menos que tenga alguna experiencia previa con los textos en cuestión. Es decir, si los conociera. Cuando se intenta dar un sentido a la exposición como conjunto, se afirma que "los poemas expresan una lucha frontal contra códigos represivos, el machismo y la subordinación que nuestra sociedad condena a las mujeres". Sin embargo, este no es el caso. Claro que hay poemas que por sí solos cumplen con esas características. Otra cosa es que se quiera inscribir mecánica e irreflexivamente en esta categoría a todas las escrituras comprometidas en la muestra. Esta es otra forma de arbitrariedad con respecto al estatus de la literatura escrita por mujeres, la cual parece ser valorada únicamente a través de discursos grandilocuentes, pero ligeros.
En este caso, se magnifican las dimensiones políticas y sociales de la poesía hecha por mujeres -toda escritura vendría a ser intrínsecamente "política", sea lo que eso signifique-. Es una muletilla efectista que sirve para posicionar estos proyectos, a propósito del 8 de marzo, pero no por eso su contenido es cierto. No toda escritura sobre el cuerpo es una escrita contra la dominación patriarcal sobre los cuerpos de las mujeres. No toda escritura sostenida por mujeres va a girar en torno a una vivencia circular o redonda sobre el género, ni mucho menos va a funcionar como un dispositivo crítico. Extender el carácter "político" a toda la literatura escrita por mujeres, indistintamente, es neutralizar las potencias disruptivas de las escrituras que sí se mueven en esos códigos. Lo que es cierto, es que la premisa de la muestra se cumple: estamos "todas juntas". Sin embargo, es precisamente esa forma de "juntarnos a todas" la que cancela las posibilidades de pensar, por un lado, la poesía escrita por mujeres del último y el presente siglo, y por otro lado, su posicionamiento en el espacio público como productora de discurso.
Iría más allá para introducir una cuestión que creo se pasa peligrosamente por alto en el proyecto, y es el sentido del espacio social que se interviene para efectos de visibilidad: el Larco Herrera. En las declaraciones de la gestora cultural, esta muestra también tendría la intención de funcionar como un instrumento que dé cuenta que "tras esos muros hay ciudadanos -los enfermos mentales- en absoluta vulnerabilidad". Más allá de la intención siempre polémica de "embellecer" la urbe, son reveladores los términos en los que se establece una relación entre los poemas y las paredes del hospital psiquiátrico. Primero, porque el vínculo que existe entre la institución psiquiátrica y las mujeres pasa totalmente desapercibido: hay una amplia documentación con respecto a las formas de disciplinamiento a las mujeres que desafiaban los roles de género, a través del diagnóstico psiquiátrico y el posterior encierro. Es imposible dejar de señalar que las escritoras están entre estas mujeres patologizadas. Esto quiere decir que esas historias no son ajenas a las genealogías de las mujeres que escriben, y por tanto, se podría esperar que una muestra ligada materialmente a la institución psiquiátrica diga algo al respecto. Segundo, porque el propio soporte material de la exposición también aparece sin contexto. Muy contrario a recuperar espacios de la ciudad, o crear sensibilidad sobre lo que hay y lo que sucede tras los muros del Larco Herrera, lo que ocurre es que la muestra funciona como bella fachada que se impone sobre una realidad radicalmente invisible y olvidada para el espacio público: el estado de la salud mental en nuestra sociedad. Así, todas estas poetas puestas en el entorno urbano son pensadas como el objeto bello que cubre -mejor dicho, que tapa para comodidad de otros- las paredes sucias del Larco Herrera y la obscenidad de nuestro sistema de salud, volviéndose prescindibles apenas se pasa de largo hacia otros tramos de la Avenida del Ejército. Me preguntaría, así, si ser adorno del mundo -en este caso, el adorno del hospital psiquiátrico- es una forma efectiva de hacerse de visibilidad. Desde mi punto de vista, no.
Un muro ajeno
Insisto en la doble posición que he decidido tomar en este texto: como espectadora/lectora, pero también como una de las poetas "visibilizada" en este proyecto. Hablo por mí cuando digo que, como autora, no tuve la posibilidad de elegir pertenecer o no a esta exposición, y por tanto, de suscribir el guión que la curaduría muestra a la ciudadanía como propuesta: sucede que tomé conocimiento del proyecto como tal -el objeto, la selección de poetas y poemas, quiénes son organizadoras, por qué se hace, etc- cuando se comenzaron a publicar invitaciones a la inauguración y sus respectivas notas de prensa. Desconozco cuál ha sido el proceso individual de contacto e interacción con las demás autoras en la muestra, y en ese sentido, no pretendo emplazarlas a que concuerden con lo que planteo. A pesar de los evidentes conflictos presentes, debo admitir que en un principio manejé el asunto con un gesto de complacencia -la sonrisa aprendida y las gracias "por la consideración"- pues ahí estaba el pedazo que me correspondía de la milanesa que es la esfera pública. Sin embargo, hay malestares que no pueden ser pospuestos o ignorados. Y es que no termina de ser sintomático el trato ligero e informal para con las autoras en una exposición que, por un lado, tiene como consigna la visibilización de las mismas, y por otro lado, tiene la refrenda del Ministerio de Salud y la Municipalidad de Magdalena. Como proyecto cultural, más allá de las exigencias materiales (pintar las paredes, diseñar los viniles, instalarlos, crear una plataforma web para la muestra), lo central pasa por darle un sentido a la lectura colectiva. Esto implica una interacción mínima con las autoras para efectos de la curaduría, pues la palabra -de las autoras como individuos, y como colectivo- termina siendo la materia prima sobre la que se trabaja: es lo que se expone de determinada forma y se compromete en el entorno urbano. He ahí el peso de la gestión cultural.
Volvamos al asunto de la "visibilización": si ese es el propósito, habría que señalar que el "visibilizar" no solo corresponde a los efectos de representación -el "estar ahí", el "juntarlas a todas", el "aparecer"-, sino a actuar sobre los supuestos por los cuales aquello que se trata de visibilizar permaneció alguna vez invisible. Así, un proyecto que establece ciertos condicionamientos para que las mujeres accedan a la esfera pública, no está cumpliendo con aquellas demandas. La idea del "muro propio" como la tan deseada posibilidad de acceder al espacio público -en palabras de la gestora cultural, un "espacio para publicar sus poemas"- aparece de forma unilateral y problemática. En principio, porque se cancela el ejercicio de autonomía, asumiendo que sea como sea, las autoras aceptarán y agradecerán acceder a estos espacios. Es decir, no importaría que las autoras sepan con quiénes se va, quiénes organizan, dónde se hace, cuál es la pertinencia, qué texto se publica, cuál es el sentido, porque de todas maneras -al fin y al cabo- van a estar contentas. Así, "muro propio" y "habitación propia" se desarrollan en direcciones opuestas. La "habitación propia" es la promesa de autonomía: hacerse y gestionarse un paréntesis bajo términos propios, en medio de la subordinación al espacio privado, tal y como se encuentra configurado. El muro, en cambio, le pertenece a otros: por ejemplo, a las instituciones que explotan el capital cultural de los proyectos-mujer para demostrar que hay cierta alineación con políticas progresistas de inclusión -en este caso, pienso específicamente en la Municipalidad de Magdalena-, o al mecanismo filantrópico para embellecer veredas y exteriores de las instituciones que se encargan de sujetos altamente marginalizados. Las figuras autorales -las mujeres concretas-, al contrario, aparecen devaluadas u opacas. Si hay rastros del "latir y sentir de la mujer [o las mujeres] peruana[s]", son inteligibles, quedan flotando y se confunden con las capas nuevas de pintura. Son en estas dimensiones en las que los muros nos hablan.
Para finalizar, quisiera insistir en algo más, que tiene que ver con un asunto de recepción, celebración y crítica. Todo lo dicho líneas arriba puede pasar como muy excesivo y exigente con el proyecto, sus organizadoras y ejecutoras. Y debo decir que no me da miedo pasar por malintencionada, entre otras cosas. Lo cierto es que mi intención es muy explícita: no permanecer conforme. No creo que haya alguna razón lo suficientemente buena para reservarse el ejercicio de crítica -en los propios términos de la muestra como un proyecto cultural que quiere cumplir con ciertos propósitos significativos para la esfera pública- y dejar de señalar lo evidente. Aún si las intenciones originales sean buenas, o exista un interés verdadero en el asunto de la visibilización y representación. Aún si otras autoras -colegas, amigas, compañeras- incluidas en el proyecto están genuinamente satisfechas con su aparición o la celebren. Aún si el proyecto pueda "representar" un "avance", haciendo "cultura" o dando espacio a grupos que de alguna manera u otra continúan disputando la realización de sus propias demandas. Pienso que no hay razón para no preguntarse por la magnitud y el alcance de aquel "avance", además de cuestionar el valor de lo "conquistado", y a costa de qué se está "avanzando". Más aún si una se encuentra -directa o indirectamente- involucrada. Cualquier intento de disuadir el ejercicio de crítica, sea porque el objeto de la muestra o las organizadoras y ejecutoras de la muestra son mujeres, es nuevamente volver sobre los condicionamientos arbitrarios y deliberados de la configuración patriarcal del espacio público: mandar a "contentarnos" con lo que hay -la milanesa que te toca, el pedazo de espacio público que con suerte te damos-, mientras nuestra palabra es devaluada contra la palabra de otras mujeres con mayor capital económico o cultural. No voy a retroceder en la idea de que esto no es, en lo absoluto, algo menor. Un proyecto cultural puede parecer algo menor, en contraste a los sucesos que nos golpean día tras día. Pero justamente porque suceden tantas cosas en el mundo, cosas tan graves y dolorosas, con más razón debemos defender incisivamente las cosas que nos quedan. No es momento de guardarse nada. Ningún “pero” ni ningún nombre vale la pena. Así, en estas circunstancias me dieron un muro. No lo pedí. Tampoco lo hubiera aceptado. Pero dicen que es mío, y ahora lo voy utilizar. Es mi muro, y voy a hacerlo escombros si quiero.