Las impresiones y análisis sobre personajes del medio literario que Blanca Varela formuló en una entrevista publicada por la revista Casa de Citas, vuelven de vez en cuando para generar acusaciones, autodefensas y críticas, muchas de ellas imprevistas para quienes conversamos con ella en los ahora lejanos días del año 2003.

La Casa de Citas responde a un crónico desenterrador de polémicas

Por Ex Casa de Citas

Sobre la chispeante entrevista a Blanca Varela publicada en el primer número de la revista Casa de Citas se ha dicho muchísimo desde que salió a la luz, más en el cotilleo privado que en el debate público. Las impresiones y análisis de Varela sobre personajes del medio literario generaron acusaciones, autodefensas y críticas, muchas de ellas imprevistas para quienes realizamos la entrevista: Claudia A. Arteaga, Olga Rodríguez-Ulloa y Luz Vargas.[1] En el encuentro, año 2003, éramos estudiantes de Literatura, y en el momento de la publicación, 2005, recién egresadas. Animarnos a responder ahora tiene que ver con el constante desentierro de la entrevista, incluso quince años después, y la necesidad de expresar desde nuestra memoria el momento del encuentro con Varela y lo que sus palabras y posicionamiento dentro del campo significaron para nosotras. Este texto está también motivado por el análisis reciente en este medio desarrollado por Teresa Cabrera, “Viejas locas, Blanca Varela autorización y desvarío”, y una crítica a este realizada por José Antonio Mazzotti, “Normalizando la diatriba”, en el blog de la Asociación Internacional de Peruanistas que dirige.

Desempolvando la casa

A Varela llegamos sin contacto de por medio y sin recomendaciones. No teníamos ese networking ni pertenecíamos a su círculo. Una de nosotras se animó a preguntarle en una presentación, mientras ella firmaba libros, si podíamos entrevistarla para el primer número de nuestra revista hecha por mujeres. Aceptó encantada. Llegamos a Barranco intimidadas por su figura de escritora y por su trayectoria. Aunque en ese momento no nos identificábamos del todo como feministas, la cercanía de Varela con el feminismo era parte de nuestro interés. Como estudiantes de literatura en esos años, conocíamos el capital simbólico de lo literario y sus sublimaciones: los poetas habitantes del Parnaso y los intelectuales en la torre de marfil. Por eso asumíamos nuestro proyecto, Casa de citas, como una plataforma con actitud contestataria contra la reverencia a lo literario que sentíamos elitista y machista.

Al principio, no pudimos evitar sentirnos nerviosas y admiradas frente a Varela. Quizá por eso mismo, antes de que le hiciéramos preguntas, nos miró interesada y nos pidió que le habláramos de nosotras: de dónde éramos, si escribíamos poesía o ficción, etc. Sentimos una cómoda horizontalidad en los dos días de conversaciones. Para ser un intercambio entre estudiantes veinteañeras y una poeta casi octogenaria reconocida dentro y fuera del país, hubo mucha risa, mucha provocación y familiaridad en esas conversaciones desfachatadas. Precisamente por esa confianza, decidimos no cortar comentarios que nos sonaron -y serían luego- muy controversiales. Lo advertimos así en la introducción: “En un primer momento, fue difícil desprendernos de los prejuicios que rodean a la figura del escritor. Al acercarnos un poco más, percibimos una valiosa experiencia y un pensamiento que hemos querido plasmar con sus juicios y contradicciones. Esta no pretende ser una entrevista complaciente, típica de los que asumen en los poetas una visión privilegiada del mundo…”.

Que no fuera una entrevista complaciente significó dejar sin editar los comentarios polémicos y ácidos que Varela vierte en contra de críticos/as y escritores/as, así como también los que ella misma elabora en torno a su propia experiencia. Por ejemplo, cuando afirma: “Nosotros creíamos que íbamos a hacer la revolución, teníamos la esperanza de cambiar el país, pero no lo hicimos. Esa esperanza yo la pienso a través de mi exmarido, éramos capaces de hacer cualquier sacrificio por el Perú. Uno va cambiando poco a poco, yo he cambiado en la forma cómo vivo [risas]”. Esta es una clara autocrítica, su manera de asumir la incompatibilidad de sus proyectos políticos de juventud y la vida burguesa que llevó después. Se burló también de los sentimientos encontrados que le suscitaba su poesía: “¿Quieren que les diga la verdad? A mí no me gusta mucho mi poesía, pero ahora que la estoy mirando no me parece tan mala [risas]”. Estaba lejos de concebirse como intocable, de querer habitar el Parnaso o hacer de su vida una hagiografía. Ese no era su propósito. Mucho menos, el nuestro.

Respecto a las polémicas recientes sobre la entrevista, nunca pensamos que lo dicho por Varela fueran verdades irrefutables. Tampoco estamos interesadas en defender su figura y su poesía por sobre todas las cosas. Por eso celebramos la crítica de Mónica Carrillo al poema “Muchachita negra”, de rescate reciente. Es importante interrogar toda obra y más aún si se trata de autores/as reconocidos/as. La crítica de Carrillo, hecha también a quienes cerraron filas defendiendo a Varela y su poema, es indudablemente más productiva que los proteccionismos a ciegas. En esa línea, hacemos esta crítica a la actitud pública de José Antonio Mazzotti, quien para defenderse de los adjetivos que Varela le endilga en la mencionada entrevista (Varela lo llamó “adulón y ambicioso” y pulga que está trepando en las universidades norteamericanas), recae en una visión sacralizante del intelectual.

De eufemismos desvariantes

En julio de 2020, en un post de Facebook, Mazzotti señala que las duras expresiones de Varela en su contra son efecto de un supuesto estado de “repentinos desvaríos”:

A PROPÓSITO DE UN REFRITO DE BLANCA VARELA DEL 2005

El día de hoy, los dizque poetas Juan Cristóbal y José Rosas Ribeyro reproducen un socorrido pasaje de una entrevista que le hicieron a Blanca Varela unos chiquillos de la revista “Casa de citas” allá por el 2005. En ese entonces era sabido que Blanca ya se encontraba en un estado en que sufría de repentinos desvaríos.

La entrevista y este post, entre otros textos, son analizados de manera articulada en el texto de Cabrera, en el que se reconstruye el contexto patriarcal contra el que emergen las opiniones de la poeta. La perspectiva de Cabrera pone en evidencia la apelación de Mazzotti a viejos estereotipos sexistas para invalidar a las mujeres mayores. Aunque su lectura es lo suficientemente esclarecedora sobre este punto, Mazzotti replica en diciembre de 2020 con una grosera manipulación del contenido de nuestra entrevista en el texto ya mencionado, “Normalizando la diatriba”.

Tanto el post de Facebook de julio como el del blog de diciembre echan luces sobre los diferentes intentos de Mazzotti de desvalorizar la actividad de las mujeres en el campo literario cuando le resultan incómodas. En el caso de las mujeres más jóvenes, el autor aplica un solapado ninguneo y escueleo. Así, en su primer post se refiere a nosotras como “chiquillos” que publicaron una revista de “pintoresco nombre” que “no volvió a aparecer”. El autor no solo pretende borrarnos el género, sino también los siete números restantes publicados de Casa de citas, una revista de crítica literaria que se mantuvo activa entre 2005 y 2012, ocho años, sin el gran respaldo económico o logístico de ninguna institución. Fue dirigida mayoritariamente por mujeres jóvenes hasta su último número y logró colocarse como un fructífero espacio de encuentro entre críticas y críticos jóvenes, recién egresados, con otros experimentados, de lo cual bastante puede rastrearse fácilmente en Internet. El recurso de ignorar este tipo de información básica podía ser creíble en los 80 o 90, no en esta época. Basta con usar un buscador en Internet para ponerse al día.

En su segundo post, el ninguneo va contra las poetas. De Bethsabé Huamán nos dice que su tesis es “feble”, sin más argumento que el haber incluido información que lo dejaba mal parado en su relación con otros poetas. Cabrera es aludida como una socióloga desconocida, una “despistada autora” (esto por no hacer una genealogía completa de sus pugilatos, cual biógrafa) y “un caso curioso de inseguridad personal y literaria”. Teresa Cabrera, muy aparte de su trabajo como socióloga, cuenta en su haber con dos poemarios publicados: “Sueño de pez o neblina” (2010) y “El nudo” (2012) por una de las más importantes y prolíficas editoriales de poesía en la capital, Álbum del Universo Bakterial. Este año se publica su tercer libro de poesía. Cabrera es además editora de la Revista Quehacer e integra el comité editorial del boletín de crítica y poesía Pesapalabra, con seis números y dos años en el medio. El post de Mazzotti, autoerigido ahora como juez olímpico del reconocimiento literario femenino, tampoco otorga la medalla de poeta a ninguna de las otras directoras de LaPeriódica, Roxana Crisólogo y Violeta Barrientos, ambas también con visibles trayectorias de escritura de varios años en nuestro medio. Los laureles poéticos se reservan exclusivamente a la escritora Mónica Carrillo por su crítica a Varela, siguiendo un cálculo literario. Ahondaremos por qué más adelante.

En el caso de una figura tan asentada en el canon literario como Blanca Varela, los esfuerzos de Mazzotti por deslegitimar su palabra se muestran más diversos y desesperados. Si en el post de julio de 2020 aludía a los “desvaríos” de Varela; en el de diciembre del mismo año, “aclara” que usó el término como “un eufemismo para calificar el clasismo insomne, la prepotencia y las taras ideológicas de una poeta consagrada que malhablaba desde un poder establecido y excluyente”. Pero este supuesto uso eufemístico es falso y solo nos basta citar textualmente su primer post para ponerlo en evidencia: “En ese entonces [año 2005] era sabido que Blanca ya se encontraba en un estado en que sufría de repentinos desvaríos”. Unos párrafos más abajo, en referencia a un homenaje que la poeta recibe en el Congreso en el año 2007, nos recuerda que “el desvarío de Blanca había progresado”.

Si además indagamos un par de minutos en Google, encontraremos que no es la primera vez que Mazzotti afirma que entrevistamos a Varela cuando sufría de algún tipo de deterioro mental. En abril de 2020, en una extensa carta, rotulada con involuntaria ironía “Dejemos a los muertos en paz”, publicada en la Red Literaria Peruana, Mazzotti se refiere a nuestra publicación como “una penosa entrevista que le hicieron a Blanca Varela el 2005, cuando ella ya no estaba en completo uso de sus facultades”.

Nuevamente, no hay eufemismo alguno, sino la sugerencia de algún estadio de demencia senil.

Ahora bien, ¿por qué en diciembre de 2020 se reemplaza el discurso de una Blanca Varela clínicamente desvariante (abril y julio de 2020) por la imagen de una mujer clasista y prepotente? Una razón poderosa es el desmontaje que realiza Cabrera en su artículo. La otra razón es la nueva coyuntura que se presenta entre agosto y diciembre de 2020: el debate en redes sobre el discurso racista que atraviesa el poema “Muchachita negra” de Varela y que motiva la necesaria nota deconstructiva de Mónica Carrillo, de fines de agosto, que ya mencionamos. Mazzotti se cuelga de este contexto para forzar en nuestra entrevista una equiparación entre los calificativos recibidos (“adulón” “ambicioso” y “pulga”) con otros de claro corte homofóbico (al poeta Luis Cernuda) y racista (Nicolás Guillén). Según lo que dice, él y el fallecido poeta Eduardo Chirinos habrían sido objeto de discriminación clasista por parte de Varela.

¿Pero decirle a un intelectual “adulón”, “ambicioso” y “pulga” equivale a discriminación por raza, clase y/o género? Si leemos estas frases en su contexto, como corresponde, veremos que la alusión a Chirinos y Mazzotti prosigue a una opinión bastante romántica sobre la actividad literaria: “Hay una gran confusión entre periodismo, crítica literaria y literatura. La literatura no tiene ambiciones: para hacerla hay que sentirla, no es una vía para ganar dinero.” (p.21). Podríamos decir que las declaraciones de Varela sobre ambos escritores contienen una visión idealizada sobre el oficio del escritor y prejuiciosa en la mención a Chirinos como “hijo de militar”. La lectura de Mazzotti no se sostiene por el contexto explicado y porque ni los académicos con una carrera en el exterior ni los militares son percibidos en el Perú como provenientes o parte de una clase social homogénea (marginal, baja o emergente).

Otro punto de distorsión de Mazzotti es aún más forzado: afirma que cuando entrevistamos a Varela hubo “alcohol de por medio, según se revelaría en los subtítulos de la entrevista (‘Primeros tragos’, ‘Open Bar’)”. En los ocho años de existencia de Casa de citas, nunca habíamos tenido la necesidad de explicarle a nadie el sentido obvio de lo que Mazzotti llama “subtítulos”, que son en realidad los nombres de las secciones de la revista, fijas en sus ocho números. Lo hacemos ahora para exponer su inverosímil confusión. “Open Bar” ha sido siempre el nombre de la sección de entrevistas centrales y, por eso, en el fragmento que él revisa, aparece en la parte superior de cada página de la entrevista a Varela, bien lejos del título. “Primeros tragos” refiere a la sección de poesía y por eso nunca aparece en la entrevista a Varela, sino con el texto “A un hipopótamo” del poeta Erick Ramos. La ubicación de estas etiquetas en la revista, y la alusión a los espacios de una casa de citas con ellas, no deberían ser problema para la comprensión de un lector entrenado como el señor Mazzotti. Lo son a propósito para endosarle otro calificativo gratuito a Varela: a los desvaríos y el deterioro de sus facultades mentales, al clasismo prepotente, ahora resulta que hay que sumar la borrachera durante las entrevistas.[2] ¿Qué más?

Entre pulgas y anélidos

En este punto creemos que es importante indagar a manera de síntoma en por qué se desentierra la entrevista cada cierto tiempo y por qué hay una necesidad tan grande de quien se coloca como el principal agraviado, Mazzotti, de defenderse con estas cuestionables estrategias. Es cierto que la reaparición tiene que ver con pugnas personales, con el deseo de otros involucrados en el mundo literario o académico de punzar el ego de Mazzotti, cosa que consiguen. Por otro lado, es igual de cierto que su cerrada autodefensa y, sobre todo, su respuesta al texto de Cabrera coincide con una serie de cambios importantes ocurridos en el ambiente literario nacional y en gran medida también regional. No cabe duda que ese mundo literario de los debates ochenteros, noventeros y de la primera década de los años 2000 entre Mazzotti y algunas escritoras ha cambiado profundamente, especialmente desde 2016. Colocamos este año como un momento en el que se cristalizan, pero también emergen nuevos y viejos procesos feministas que adquieren forma en las tomas callejeras del NiUnaMenos. Dicho de otro modo, la supremacía masculina ha cedido a una entrada y visibilidad de mujeres escritoras en la literatura, la academia, el periodismo y el activismo. Cada vez más masiva y descentralizadamente, las mujeres como operadores culturales individuales y en colectivas, tienen hoy una fuerza que hace temblar a muchos.

Con los lentes anticoloniales y antipatriarcales del feminismo actual es muy fácil desmantelar las maneras en las que Mazzotti hace uso de una colonialidad del saber para defenderse de la crítica y del análisis de quienes no están de acuerdo con él. Usa para insultar palabras o frases como “redactora”, “pintoresco nombre”, “dizque narrador”, “desinformado literato”. Apela al juicio literario desde los estándares de la institucionalización académica y la profesionalización sin someter a crítica el elitismo, el racismo y el machismo históricamente constitutivos de la universidad y la literatura. Por ejemplo, el dizque narrador es Oscar Malca, autor de la novela Al final de la calle (1993) y en ese sentido narrador. Habría que recordarle a Mazzotti que narrador no es un título nobiliario ni un epíteto que se otorgue a partir de un número establecido de publicaciones. Mazzotti adopta una posición de juez que le es conocida, y que ha sido normalizada en el medio. Pero, por eso mismo, es importante que señalemos la violencia machista y elitista en su última respuesta a Cabrera.

Su sensibilidad de poeta no le permite a Mazzotti leer entre líneas las referencias que hace la revista y la entrevista a la sexualidad de las mujeres. Casa de citas aludía a la doble posibilidad de la cita, como encuentro y como transcripción. Era una obvia provocación a pensar la literatura como un burdel, una imagen muy vieja que alude a la autonomía literaria, a las relaciones siempre transaccionales y libidinales entre escritores/escritoras, patrocinadores, instituciones, mercado y lectores. También era un intento por pensar a las mujeres dentro del campo y pensar una escritura que reflexionara sobre el placer sexual, como se hizo en todo el tercer número sobre sexo. En ese mismo sentido, pensamos que, cuando Varela dice “todas las mujeres son putas” aludiendo a la poética de María Emilia Cornejo, se refiere a la potencialidad generalizada de desear, de querer buscar el placer sexual en una sociedad que se apropia sistemáticamente del cuerpo de las mujeres y que aún hoy castiga los intentos de autodefinición y ejercicio de la libertad sexual y afectiva. No es una frase sexista, como señala Mazzotti, sino despatriarcalizadora.

En la última réplica de Mazzotti, se usa uno de los argumentos más pobres que existen para negar el propio machismo: su buena relación con ciertas colegas mujeres y amigas (al nivel de "no soy racista porque tengo un amigo afrodescendiente", "no soy machista porque trato bien a mi madre y mis hermanas"). Colaborar con mujeres, tratar con respeto a la asesora de tesis, amigas, hermanas, madres, no impide ejercer violencia simbólica sobre otras mujeres. El tono aleccionador, pedagógico y grandilocuente sobre el que Mazzotti construye su autoridad, su voz crítica, es heredero de un posicionamiento machista cuyo subtexto está lleno de paternalismo. Desde ese lugar es imposible entender o elaborar algún tipo de argumento sobre el privilegio propio que viene de ser hombre y del ejercicio de ese privilegio en un campo que, como el letrado, se ha construido en base a la exclusión de esos otros raciales y de las mujeres. De ahí, el “yo quería ser hombre” de Varela en una de sus respuestas iniciales en la entrevista, y posiblemente también de ahí sus insultos y sus reacciones contra los hombres.

Los críticos que creen que desde la crítica literaria o académica se hace un “país más justo”, dejan entrever una carencia total de autocrítica y una cómoda falta de reconocimiento de cómo funciona la cultura y la academia, asentadas en la desigualdad económica. ¿Cómo se ejerce la justicia si se reproducen jerarquías entre las ocupaciones del tipo “redactora”, “dizque narrador”, etc.? Solo quien desconoce que el reconocimiento dentro de la academia, la literatura y la cultura en general no está supeditado a la meritocracia, sino más bien al acceso a recursos, educación formal, networking, puede pretender que estos insultos son mero reflejo de la “calidad” literaria o argumentativa de quien escribe. Cuando Mazzotti en un post personal tilda de anélidos a los poetas Juan Cristóbal y José Rosas Ribeyro,[3] sí, menos conocidos y menos publicados que él, nos preguntamos ¿cuál es la diferencia entre los anélidos y las pulgas trepadoras? ¿En qué difiere propinar uno u otro calificativo?

En ese sentido, la polémica en prensa escrita entre Mazzotti y Dreyfus de 2005 por la antología de poesía peruana de Mauricio Medo y Raúl Zurita que obvió a importantes poetas mujeres hoy no pasaría de ser una hilera de comentarios en un post de Facebook. La producción de colectivas como LaPeriódica, Comando Plath, Las Críticas, y las maneras en las que surgen antologías de mujeres en el presente como Al fin de la batalla. Después del conflicto, la violencia y el terror (2015) de Ana María Vidal; Voces para Lilith: literatura contemporánea de temática lésbica (2011) de Claudia Salazar y Melissa Ghezzi; Como si no bastase ya ser: 15 narradoras peruanas (2017) de Nataly Villena; Pachacuti Feminista (2020) de Claudia Salazar, Intervalos: 12 narradoras peruanas (2020), de Rocío Uchofen, Viviana Mellet y Fiorella Magán; El día que regresamos. Primera antología de ficción especulativa escrita por mujeres (2020), de Tania Huerta; Poesía Joven Ultimísima – 21 poetas peruanas (2020) de Karina Medina; Durará este encierro. Escritoras peruanas en cuarentena (2020) de Ana María Vidal, Victoria Guerrero y Anahí Barrionuevo; entre otras, dan cuenta de un reordenamiento del campo en términos de género. De allí que, más que defenderse de los epítetos de una entrevista de 2005 o de una nueva interpretación de la figura de Varela dentro de la literatura peruana como la que hace Cabrera, pareciera que los agraviados necesitan de ese recuerdo para llamar la atención de las mujeres que antes ninguneaban. Al final de su post, Mazzotti hace un llamamiento que suena más a escueleo que a invitación: “Trabajemos juntos, estimadas colegas, y dejemos las generalizaciones que tergiversan los hechos y confunden a los desinformados.” ¿Quién es ese juntos? ¿Cabrera? Pero si la acaba de desautorizar. ¿Crisólogo, Barrientos? Curioso, porque las obvia. La desfasada propuesta de conciliación es en realidad un simulacro de progresismo, un llamado a opinar igual que él para quienes estén dispuestos a opinar igual que él. Habría que añadir que, justamente, lo bueno de estas nuevas coaliciones feministas es que ya no tenemos que “trabajar juntos”, ahora podemos trabajar juntas.


[1] Nuestro excompañero Fernando Toledo, quien editó la entrevista, se sumó a Casa de citas varios meses después.

[2] Borrachera que, incluso aceptando la forzadisima interpretación de Mazzotti, ¿por qué tendría que juzgarse moralmente? ¿Por el hecho de ser entre mujeres? ¿No han sido las drogas y el alcohol elementos constituyentes de la bohemia poética peruana? ¿O solo están autorizados a beber y seguir lúcidos los amigos de Mazzotti?

[3] Acá no hay deseo alguno de defender a estos poetas. Rosas Ribeyro, como se sabe, intentó restarle crédito a la autoría de María Emilia Cornejo sobre el poema “La muchacha mala de la historia”. Para un análisis profundo del tema, consultar la respuesta de Susana Reisz en Intermezzo Tropical n. 6-7.